Iniciaciones

 








El monótono sonido del diapasón en las madrugadas en una habitación vacía

el sonido machacón de la aguja 

del tocadiscos sobre un disco acabado

pero que no teníamos ganas de cambiar de cara

tumbados en el sofá, 

a punto de desnudarnos, con torpeza, con impaciencia, con la urgencia de la juventud.

¡Inocente adolescencia!

Todos los libros de filosofía y otros autores de culto que empezamos, que jamás terminamos,

pero los comentábamos con los amigos en los bares, pero, en realidad, solo teníamos prisa por los besos, estábamos nerviosos por rozarnos, arañarnos, acariciarnos, por descubrir el paraíso de nuestros cuerpos desnudos.

Siempre dejábamos los restos de cena en los platos, para salir a toda prisa, por no perdernos ni un segundo de todo lo que nos podía ofrecer la ciudad, excitación, curiosidad apremiante por tirarnos de cabeza, sin red a las aguas agitadas de la impredecible vida,

urgencia por dejar de ser adolescentes, y entrar en el mundo de los adultos. 

Precipitarse a las noches, 

a unas noches que descubrimos que no eran tan mágicas, 

a unas noches que nos engañaban

pero no nos importaba ya que queríamos hacer de nuestra vida nuestra universidad de aprendizaje, asumir nuestros errores, y poder decir algún día, que finalmente aprobamos, 

para sentirnos de una vez por todas en paz con nosotros mismos, por encontrar nuestro sitio en el mundo.


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